Friday, October 14, 2011

Climax of the Cross

El punto culminante
por el Dr. Edward Sri

La crucifixión romana era una forma terrible de morir. No sólo causaba la muerte de un criminal, lo hacía con el mayor dolor y humillación posibles.
Esta forma de ejecución no tenía como fin dañar los órganos vitales o causar una hemorragia mortal. Más bien, su objetivo era causar una muerte lenta y dolorosa por conmoción o asfixia a medida que los músculos respiratorios iban colapsando, un proceso que en ocasiones tomaba varios días.
Para infligir la humillación máxima, el condenado era desnudado, azotado 39 veces y atado o clavado a un poste. Luego era elevado y ridiculizado por los que pasaban. En el proceso, la gente podía ver claramente lo que les pasaría a aquellos que osaran resistirse a la autoridad romana.
Todo esto enviaba un mensaje muy fuerte a quienes, como los judíos, estaban sometidos al dominio del Imperio Romano. Les decía: “Nosotros controlamos su país. Podemos hacer lo que queramos con ustedes. Podemos tomar sus cuerpos, clavarlos a una tabla de madera y hacerlos sufrir una muerte dolorosísima. Ni se les ocurra levantarse contra nosotros.” Por esta razón, para los judíos la cruz era un sombrío símbolo de su desesperada situación de exilio y un recordatorio constante de su sometimiento bajo el yugo romano.
¿Un mesías crucificado?
Teniendo esto en cuenta, es comprensible que tantos judíos del primer siglo quedaran perplejos ante la visión de un mesías crucificado. Esperaban al mesías que los guiaría para triunfar sobre los opresores extranjeros y darle la libertad al país. Al ver a Jesús muriendo en la cruz, muchos se deben haber preguntado: "¿Cómo puede ser éste el mesías? ¡Se suponía que el mesías vencería a los romanos, no que sería vencido por ellos!” Lejos de presentarse como un rey victorioso, deben haber visto a Jesús como una causa perdida, como otro aspirante a mesías que no había hecho más que defraudar a la gente. No es de extrañar que algunas personas se burlaran de él en el calvario, gritándole: “¡Sí es el rey de Israel, que baje de la cruz!”
El misterio de la cruz sigue confundiendo a la gente el día de hoy. Si Jesús era el mesías prometido, ¿por qué murió en forma tan trágica? Veamos de qué manera el momento de la derrota de Cristo es en realidad su mayor victoria, cómo su degradación es su mayor exaltación, y cómo su muerte en la cruz es en realidad su entronización como mesías-rey.
La situación de la nación
Podemos hallar un camino para comprender el misterio de la cruz en la misión de Jesús como el mesías-rey que representa a Israel. Recordemos lo mencionado en artículos previos cuando dijimos que los judíos veían a su rey como un representante de toda la nación. Él era el representante real de Israel, llevaba a todo el pueblo en su persona hasta el punto de que lo que le sucediera al rey sería considerado como algo que le ha sucedido a todo el pueblo. Ahora veremos cómo Jesús, asumiendo ese rol de representante mesiánico, llevará la historia de Israel a su punto culminante en la cruz, conduciendo al pueblo a su destino. Para hacerlo, primero debemos observar un elemento de la tradición israelita que probablemente determinó el modo en que los judíos entendían su propia historia trágica y esperaban la restauración de Israel más que ninguna otra cosa: la solemne alianza que Israel selló con Yahveh en el libro del Deuteronomio.
Esta alianza fundacional, sellada justo antes de que el pueblo entrara en la Tierra Prometida, puso ante los israelitas dos caminos posibles a recorrer en su historia hasta llegar a la época de Jesús. Un camino era el de la fidelidad a la alianza y sus bendiciones, el otro era el de la infidelidad y la destrucción. Moisés le dijo al pueblo que si se mantenían fieles a Yahveh, serían bendecidos en la Tierra Prometida. Pero si eran infieles a Yahveh, quedarían privados para siempre de las bendiciones de Dios y caerían sobre ellos una serie de maldiciones. Fiebres, enfermedades, ceguera y lepra asolarían al pueblo. Hambrunas, sequías y pestilencias devastarían la tierra. Ejércitos enemigos atacarían constantemente su país.
La peor maldición, sin embargo, era el exilio: Imperios paganos expulsarían a los israelitas de la Tierra Prometida y se los llevarían cautivos. Hasta su rey sería entregado a los gentiles, e Israel sería completamente destruido. Frente a toda estas desgracias que amenazaban a Israel, no es de extrañar que Moisés describiera los horrores de esas maldiciones como una suerte de muerte de la alianza: “Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo y a la tierra: yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás, tú y tus descendientes” (Deut. 30, 19).
Desafortunadamente, Israel no eligió el camino de la fidelidad a la alianza. Habiendo rechazado al Dios que quería bendecirlo, Israel sabía que había sufrido los dolorosos efectos de vivir fuera de la alianza, tal como el Deuteronomio lo había predicho. Como el profeta Daniel lo afirmara, éste era el trasfondo que explicaba la lamentable situación de Israel bajo la opresión extranjera. “Entonces se descargaron sobre nosotros la imprecación y el juramento que están escritos en la ley de Moisés, servidor de Dios, porque nosotros pecamos contra el Señor” (Dan. 9, 11).
Amigos en los lugares más bajos
¿Cómo liberó a Israel de todo esto la muerte de Cristo en la cruz? A veces, la redención de Jesús es presentada como si él simplemente hubiera llegado para asumir nuestro castigo al ser crucificado. Viéndolo desde esta perspectiva, Jesús es una víctima inocente que asumió nuestro castigo, librándonos de la ira divina que, como pecadores, nosotros merecíamos.
Las Escrituras, sin embargo, nos dicen que hay algo más en el misterio de la cruz. Como el representante mesiánico del pueblo, Jesús no murió sólo como un sustituto de Israel, sino en solidaridad con Israel, especialmente en sus puntos más bajos. A lo largo de su ministerio, Jesús fue a los rincones más oscuros de la nación, a encontrarse con la gente en los lugares donde su sufrimiento era más agudo y donde los poderes del mal estaban más extendidos. Extendió su mano a los ciegos y a los cojos. Tocó a los intocables, los leprosos y los cadáveres. Compartió una mesa íntima con algunos de los pecadores más conocidos. Y hasta se acercó a los endemoniados para liberarlos del poder de Satanás.
A cada paso del camino, Jesús se identificó con los pecadores y los marginados que eran considerados impuros y excluidos de la alianza. A pesar de eso, en lugar de ser mancillado por su contacto con ellos, la santidad de Jesús triunfó sobre sus impurezas, sanándolos físicamente y renovándolos en la alianza. De esta manera, Jesús salió al encuentro del pueblo de Israel en el valle de su sufrimiento y su pecado para unirse con ellos en su sombría situación y levantarlos hacia la bendición y la vida nueva.
Todo esto llegó a su punto culminante en la cruz. Allí, Jesús se sumergió en las profundidades de la agonía de Israel. Como el mesías-rey que representa al pueblo israelita, entró en el intenso sufrimiento del pueblo bajo la opresión extranjera siendo él mismo capturado y crucificado por los enemigos gentiles. Y allí, en la cruz, Jesús dio el último paso para encontrarse con Israel en el punto más bajo de su estado de muerte a la alianza. Al unirse con ese Israel alejado de Dios y muerto a la alianza como nación, Jesús pudo sacarlo del sepulcro en la resurrección. Al unirse a las profundidades del sufrimiento de Israel el Viernes Santo, pudo resucitarlo consigo el Domingo de Pascua.
Ésta fue la verdadera victoria del mesías. Ciertamente liberó al pueblo, como los profetas lo habían predicho, pero no de la manera en que muchos lo esperaban. No fue un triunfo sobre César, Herodes y el Imperio Romano, sino una victoria sobre los verdaderos enemigos de los judíos: el pecado, la muerte y las fuerzas del mal. No fue una batalla ganada por las espadas y los soldados, sino por el sufrimiento pacientemente soportado y por una inmensa efusión de amor y perdón. No era el fin del exilio geográfico que significaba no poder controlar su propia tierra, sino el fin de un exilio más profundo, el exilio espiritual de Israel al estar separado de Dios.
La familia de Adán
Israel, sin embargo, no fue la única nación que Jesús vino a rescatar. Todos los hijos de Adán sufrían por tener una vida alejada de Dios, sin acceso a sus bendiciones. Toda la humanidad necesitaba la redención de Cristo. Esto se ve en la historia del primer padre de la familia humana, Adán.
Génesis 3 describe cómo Adán fue tentado por la serpiente en el Jardín del Edén, y cómo rompió su alianza con Dios al comer el fruto del árbol prohibido. Como resultado, Adán debió soportar varias maldiciones. Su trabajo no sería fácil como en el paraíso. Ahora tendría que ganarse el pan con “el sudor de su frente” (Gen. 3, 19) y su cosecha tendría “cardos y espinas” (Gen. 3, 18). Hasta el suelo que él trabajaría quedaría maldito (cf. Gen. 3, 17). La peor maldición, no obstante, sería la muerte, con la que Adán, al terminar su vida, regresaría a la tierra: “de donde fuiste sacado. Porque eres polvo y al polvo volverás” (Gen. 3, 19).
En su pasión y muerte, Jesús asumió las maldiciones de Adán, que habían atormentado a la humanidad desde su caída. Tal como lo hizo por Israel, Jesús también se unió a los sufrimientos y maldiciones de todos los hijos de Adán. Como Adán, Jesús fue tentado en un jardín, el jardín de Getsemaní, la noche antes de morir (cf. Mt. 26, 36-46). Allí, tomó el sudor de Adán, y su "sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo (Lc. 22, 44). Y tomó las espinas de Adán cuando los soldados romanos, en son de burla, le pusieron una corona de espinas en la cabeza (cf. Mt. 27, 29). Finalmente, Jesús entró en la muerte de Adán por medio de “un árbol” (Gal. 3, 13), la madera de la cruz, al morir en el Calvario. Y como Adán, Jesús descendió a la tierra, donde fue enterrado, y fue precisamente al unirse a la humanidad en ese punto, desesperadamente oscuro, que Jesús pudo sacar a Adán y a la raza humana de la tumba venciendo al pecado y a la muerte la mañana de Pascua (cf. Mt. 27, 59-61; 28, 1-10). Como el Nuevo Adán, Jesús ha redimido no sólo a Israel, sino a todo el género humano (cf. Rom. 5, 12-21).

© Edward P. Sri
Translated by Catholic Translator
http://catholictranslations.blogspot.com
Originally published in Lay Witness Magazine

1 comment:

  1. Mi regalito para el día de hoy y siempre.

    Amar a Cristo en palabras de la gran santa Teresa de Jesús.

    Nada te turbe,
    Nada te espante,
    Todo se pasa,
    Dios no se muda.
    La paciencia
    Todo lo alcanza;
    Quien a Dios tiene
    Nada le falta:
    Sólo Dios basta.
    Eleva el pensamiento,
    Al cielo sube,
    Por nada te acongojes,
    Nada te turbe.
    A Jesucristo sigue
    Con pecho grande,
    Y, venga lo que venga,
    Nada te espante.
    ¿Ves la gloria del mundo
    Es gloria vana;
    Nada tiene de estable,
    Todo se pasa.
    Aspira a lo celeste,
    Que siempre dura;

    Fiel y rico en promesas,
    Dios no se muda.
    Ámala cual merece
    Bondad inmensa;
    Pero no hay amor fino
    Sin la paciencia.
    Confianza y fe viva
    Mantenga el alma,
    Que quien cree y espera
    Todo lo alcanza.
    Del infierno acosado
    Aunque se viere,
    Burlará sus furores
    Quien a Dios tiene.
    Vénganle desamparos,
    Cruces, desgracias;
    Siendo Dios su tesoro,
    Nada le falta.
    Id, pues, bienes del mundo;
    Id, dichas vanas;
    Aunque todo lo pierda,
    Sólo Dios basta.

    Feliz día.

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